26.2.07

Diga lo que diga Hollywood...
...Los Infiltrados es un paso en falso


Después de un corto paréntesis (El aviador, 2004), Martin Scorsese vuelve al subgénero de mafia con Los Infiltrados (2006). La película se anuncia con una sorprendente fanfarria, en las calles de Cannes, los últimos días de noviembre y, todavía en febrero, puede encontrarse en algunos cines de Nice. La campaña de promoción es agresiva, los cuatro afiches diseñados para ello se ven hasta el hartazgo en buses, carreteras y periódicos. “Di Caprio”, “Damon”, “Nicholson” rezan en letras gigantescas. ¿Dónde está Scorsese? La ausencia de su nombre resulta sospechosa. Hay que acercarse al cartel para descubrirlo, mucho más pequeño, bajo los otros nombres. Parece escrito con timidez, casi por obligación, algo que resulta extraño en un realizador que se ha caracterizado por desarrollar un cine profundamente personal, a lo largo de 30 años de carrera.

La respuesta al misterio es sencilla. El nuevo film de Scorsese es y no es de Scorsese. Los Infiltrados no es sólo un regreso del cineasta neoyorquino al cine de mafia, sino que también significa un retorno a la tentación de los “remakes” −la cinta original es Internal Affairs, de Wai Keung Lau y Siu Fai Mak, Honk Kong, 2002−, tentación a la que Scorsese ya había sucumbido a principios de los noventa con El cabo del miedo. Pero si El cabo del miedo tomó a Martin Scorsese en un periodo de lucidez creativa −entre Goodfellas y La edad de la inocencia−, su nuevo film está lejos de ser uno de los momentos más altos del realizador.

La historia simple de un joven policía infiltrado en la mafia (DiCaprio) y un mafioso infiltrado en la policía (Damon) se le escapa de las manos a Scorsese, que se esfuerza por darle giros a la trama y buscar cierto suspense. Sin embargo, al poner sus energías en eso, el director se traiciona a sí mismo. Se olvida de buena parte de los aspectos que le habían dado profundidad a su cine, como el retrato de la cotidianeidad en medio de la corrupción; la representación de la marginalidad y la demencia. El resultado es una película mucho menos compleja, dura y ambivalente que las anteriores, con un sistema de narración bastante más explícito y, a la vez, tosco.

El comienzo de Los Infiltrados trae a la memoria el inicio de Goodfellas. Durante los primeros minutos se nos muestra a un niño de un barrio bajo, que es reclutado por la mafia. Sin embargo, ¿quién es aquí la mafia? No es el retrato genial de los gangsters de Goodfellas, donde Scorsese quiso dar su visión los gagsters, mostrando “con todo detalle: la ropa que llevan, las mujeres de las que se rodean, los cadáveres que se entierran o desentierran”1. En Los Infiltrados el principal mafioso, es un “padrino” excéntrico que aparece entre sombras. Un personaje excesivamente pintoresco, bromista y lujurioso como para parecer verosímil. Una parodia.

Se podría equipar con Tommy de Goodfellas y con Nicky de Casino, ambos encarnados magistralmente por Joe Pesci. Los tres tienen arranques de violencia inusitada, los tres suelen estar rodeados de un aura rojiza, los tres son anticlericales y mujeriegos. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con los roles de Pesci, la violencia de Frank Costello (Jack Nicholson) no proviene de su más profunda intimidad, ni es señal de un odio visceral y profundo enraizado en una personalidad torturada. La violencia de Costello es superficial. Puede gesticular con el brazo amputado a un muerto o tirar cocaína sobre sus amantes, pero el resultado es burlesco y light.

La eterna dualidad católica entre el pecado y la expiación; que había cruzado las historias de Scorsese también está reflejada en Los Infiltrados. Sin embargo, el rechazo por lo religioso que siempre muestra Scorcese, sutilmente, en sus personajes oscuros, aquí se explota de forma explícita, sin ninguna elegancia, por medio de la reiteración y la inserción de diálogos majaderos e imágenes innecesarias. El director, muy dado a las frases clave al principio de sus películas nos entrega en ésta la siguiente: “El entorno es lo que hace a un hombre, pero yo he preferido ser el hombre que hace a su entorno”. La voluntad de poder y la ambición son el sustrato de la historia. Pero también la confrontación entre el bien y el mal que chocan y se confunden hasta volverse indistinguibles. Quizá por eso los dos protagonistas jóvenes, que encarnan estas dimensiones, se parecen físicamente y en las escenas en que aparecen juntos van vestidos de forma similar.

A lo largo de la cinta, en su esfuerzo por retratar la degradación social, Scorsese cita algunos pasajes de Taxi Driver, como las calles oscuras y con neones rojos de la gran ciudad o los cines pornográficos. Las imágenes no consiguen ni la fuerza, ni la rebeldía, ni tampoco la atmósfera opresiva y claustrofóbica de esa película, quizá porque el director no les da tiempo, no les deja espacio para que hablen por sí solas y las atosiga, demasiado preocupado por los recovecos de la trama.

La dirección de actores tampoco está lograda. Algo raro teniendo en cuenta la importancia que le da Scorsese a este aspecto. Nicholson sobreactúa y cae en su viejo pecado de interpretarse a sí mismo −¡qué lejos está de sus mejores momentos!−, Di Caprio se esfuerza por mantener los ojos llorosos durante más escenas de lo necesario y por mostrarnos un conflicto interno, simplón, que tiene como resultado un personaje que nunca despega. El mejor es Damon que maneja su personaje con bastante sobriedad y, aunque no logra ni pretende lograr un rol inolvidable, al menos es correcto pese a lo predecible que resulta.

El montaje y el trabajo de la banda sonora, quizás sean el aspecto donde Scorsese se ha mantenido más fiel a si mismo. Los planos son cortos y se suceden con rapidez, las pistas de la banda sonora entrelazan algunas escenas y no hay planos secuencias. Por su parte, la música incidental está compuesta en su mayor parte por pop aunque, da la sensación de que fue elegido con menos cuidado que en otros filmes del director neoyorquino.

Todos estos componentes sirven para darle cierta unidad a la película con sus antecesoras, pero no le dan profundidad. No logran salvarla, ni redimirla de sus falencias. El resultado final es una película que llega de contrabando, como todo remake, a “infiltrarse” en la filmografía de Scorsese, añadiendo una nota plana, sosa y sin profundidad, que difícilmente puede justificar sus dos horas y media de duración.