14.3.07

Un martes trece de perros


Como dice la sabiduría popular, no soy supersticioso porque trae mala suerte. Así que escribir un par de líneas sobre el último martes trece no es un ejercicio que busque exorcizar el mal de ojos, ni mucho menos alejar una atávica maldición gitana que me espere, emboscada, a la vuelta de la esquina.

Por el contrario, diría que mi último martes trece fue en general un buen día. Al caer la noche partí con mi novia, de la mano, a dar un paseo por Cannes. Todo iba tan bien que le propuse que fuéramos a tomar algo, una cerveza por ejemplo, así que echamos a andar por el centro de la ciudad hacia un pub irlandés que conocemos bien.

Cannes estaba plagada de ejecutivos ingleses con ganas de divertirse. Seguramente, habían venido al evento empresarial de turno en el Palais des Festivals. Se los veía caminar en grupos, todos jóvenes, enfundados en ternos caros y oscuros, pero con un aire casual. Parecía como si quisieran decirnos con su ropa algo así como “Sí, soy exitoso. Si, estoy en Cannes haciendo negocios. Sí, me encanta que todos me vean”.

Con la Coté nos reímos un poco de ellos, pasamos a su lado y seguimos hacia el pub. No recuerdo lo que conversabamos, sólo sé que yo estaba de buen humor, satisfecho, incluso le dije a ella que no parecía que fuera martes trece.

Y entonces, en un cruce, vimos aparecer a un perro de raza indefinible −quizá el único de su tipo en esta ciudad, lo cual de por sí debería volverlo exclusivo− corriendo con la lengua fuera, mientras arrastraba una cadena. “¿Qué? ¿Al fin libre de tu dueña octogenaria?”, me dije.

El perro saltó a la calle y comenzó a cruzarla a la carrera. La correa golpeaba contra el asfalto haciendo un ruido metálico como de una campanilla. Pero el gran mercedes gris marengo hizo más ruido aún y acalló a la cadena. El coche frenó casi encima del animal. Se escuchó un golpe secó. Ni siquiera hubo un aullido de parte del perro. Sólo escuchamos ese golpe violento a cinco metros de nosotros.

Coté dio un respingo y se volvió inmediatamente. Durante un instante no supe si preocuparme de mi impactada novia o del perro impactado. Pero antes de decidirme entre una de las dos opciones −y en este caso acepciones− el mercedes retrocedió un poco y el perro salió de debajo de las ruedas moviendo las caderas como una bailarina con lordosis.

Era todo ojos el pobre animal.

Un ejecutivo inglés demasiado alto, rubio y emperifollado −como si se hubiera escapado de una revista sobre el príncipe William− lo tomó de la correa. Se quedó allí, plantado, sin saber qué hacer con ese perro ordinario. Si el animal hubiera sido raza y el inglés hubiese sido Hugh Grant probablemente habría aparecido inmediatamente Julia Roberts, Drew Barrymore −o en el peor de los casos René Zellweger con sobrepeso y bragas de leopardo− buscando desesperada a su mascota.

Pero no. A falta de doncella que se presentase, el caballero andante en funciones dejó al perro atado a una rejilla y se marchó, ¿qué otra cosa podía hacer? El que sí apareció fue un mendigo un poco desgreñado y un poco borracho que buscaba a su peludo compañero como un loco. Tomó la correa, acarició el lomo del chucho y se lo llevó. Seguramente estaba feliz de haberlo encontrado al fin. Por lo que me han dicho, en Francia una mascota es una especie salvoconducto para la gente sin hogar. Las autoridades no pueden sacar de la calle a los vagabundos si son propietarios de un animal, porque deberían dejar libre a éste último y están prohibidos los perros callejeros.

Con Coté seguimos caminando hacia el pub. Nos contamos historias de choques similares al que acabábamos de ver. Anécdotas de abuelos y conocidos. Seguíamos de buen humor, pero un poco impresionados y con un poco menos de ganas de tomar cerveza. Creo que en un momento comenté: “Esto ‘me’ pasa por decir que había sido un buen martes 13”.

26.2.07

Diga lo que diga Hollywood...
...Los Infiltrados es un paso en falso


Después de un corto paréntesis (El aviador, 2004), Martin Scorsese vuelve al subgénero de mafia con Los Infiltrados (2006). La película se anuncia con una sorprendente fanfarria, en las calles de Cannes, los últimos días de noviembre y, todavía en febrero, puede encontrarse en algunos cines de Nice. La campaña de promoción es agresiva, los cuatro afiches diseñados para ello se ven hasta el hartazgo en buses, carreteras y periódicos. “Di Caprio”, “Damon”, “Nicholson” rezan en letras gigantescas. ¿Dónde está Scorsese? La ausencia de su nombre resulta sospechosa. Hay que acercarse al cartel para descubrirlo, mucho más pequeño, bajo los otros nombres. Parece escrito con timidez, casi por obligación, algo que resulta extraño en un realizador que se ha caracterizado por desarrollar un cine profundamente personal, a lo largo de 30 años de carrera.

La respuesta al misterio es sencilla. El nuevo film de Scorsese es y no es de Scorsese. Los Infiltrados no es sólo un regreso del cineasta neoyorquino al cine de mafia, sino que también significa un retorno a la tentación de los “remakes” −la cinta original es Internal Affairs, de Wai Keung Lau y Siu Fai Mak, Honk Kong, 2002−, tentación a la que Scorsese ya había sucumbido a principios de los noventa con El cabo del miedo. Pero si El cabo del miedo tomó a Martin Scorsese en un periodo de lucidez creativa −entre Goodfellas y La edad de la inocencia−, su nuevo film está lejos de ser uno de los momentos más altos del realizador.

La historia simple de un joven policía infiltrado en la mafia (DiCaprio) y un mafioso infiltrado en la policía (Damon) se le escapa de las manos a Scorsese, que se esfuerza por darle giros a la trama y buscar cierto suspense. Sin embargo, al poner sus energías en eso, el director se traiciona a sí mismo. Se olvida de buena parte de los aspectos que le habían dado profundidad a su cine, como el retrato de la cotidianeidad en medio de la corrupción; la representación de la marginalidad y la demencia. El resultado es una película mucho menos compleja, dura y ambivalente que las anteriores, con un sistema de narración bastante más explícito y, a la vez, tosco.

El comienzo de Los Infiltrados trae a la memoria el inicio de Goodfellas. Durante los primeros minutos se nos muestra a un niño de un barrio bajo, que es reclutado por la mafia. Sin embargo, ¿quién es aquí la mafia? No es el retrato genial de los gangsters de Goodfellas, donde Scorsese quiso dar su visión los gagsters, mostrando “con todo detalle: la ropa que llevan, las mujeres de las que se rodean, los cadáveres que se entierran o desentierran”1. En Los Infiltrados el principal mafioso, es un “padrino” excéntrico que aparece entre sombras. Un personaje excesivamente pintoresco, bromista y lujurioso como para parecer verosímil. Una parodia.

Se podría equipar con Tommy de Goodfellas y con Nicky de Casino, ambos encarnados magistralmente por Joe Pesci. Los tres tienen arranques de violencia inusitada, los tres suelen estar rodeados de un aura rojiza, los tres son anticlericales y mujeriegos. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con los roles de Pesci, la violencia de Frank Costello (Jack Nicholson) no proviene de su más profunda intimidad, ni es señal de un odio visceral y profundo enraizado en una personalidad torturada. La violencia de Costello es superficial. Puede gesticular con el brazo amputado a un muerto o tirar cocaína sobre sus amantes, pero el resultado es burlesco y light.

La eterna dualidad católica entre el pecado y la expiación; que había cruzado las historias de Scorsese también está reflejada en Los Infiltrados. Sin embargo, el rechazo por lo religioso que siempre muestra Scorcese, sutilmente, en sus personajes oscuros, aquí se explota de forma explícita, sin ninguna elegancia, por medio de la reiteración y la inserción de diálogos majaderos e imágenes innecesarias. El director, muy dado a las frases clave al principio de sus películas nos entrega en ésta la siguiente: “El entorno es lo que hace a un hombre, pero yo he preferido ser el hombre que hace a su entorno”. La voluntad de poder y la ambición son el sustrato de la historia. Pero también la confrontación entre el bien y el mal que chocan y se confunden hasta volverse indistinguibles. Quizá por eso los dos protagonistas jóvenes, que encarnan estas dimensiones, se parecen físicamente y en las escenas en que aparecen juntos van vestidos de forma similar.

A lo largo de la cinta, en su esfuerzo por retratar la degradación social, Scorsese cita algunos pasajes de Taxi Driver, como las calles oscuras y con neones rojos de la gran ciudad o los cines pornográficos. Las imágenes no consiguen ni la fuerza, ni la rebeldía, ni tampoco la atmósfera opresiva y claustrofóbica de esa película, quizá porque el director no les da tiempo, no les deja espacio para que hablen por sí solas y las atosiga, demasiado preocupado por los recovecos de la trama.

La dirección de actores tampoco está lograda. Algo raro teniendo en cuenta la importancia que le da Scorsese a este aspecto. Nicholson sobreactúa y cae en su viejo pecado de interpretarse a sí mismo −¡qué lejos está de sus mejores momentos!−, Di Caprio se esfuerza por mantener los ojos llorosos durante más escenas de lo necesario y por mostrarnos un conflicto interno, simplón, que tiene como resultado un personaje que nunca despega. El mejor es Damon que maneja su personaje con bastante sobriedad y, aunque no logra ni pretende lograr un rol inolvidable, al menos es correcto pese a lo predecible que resulta.

El montaje y el trabajo de la banda sonora, quizás sean el aspecto donde Scorsese se ha mantenido más fiel a si mismo. Los planos son cortos y se suceden con rapidez, las pistas de la banda sonora entrelazan algunas escenas y no hay planos secuencias. Por su parte, la música incidental está compuesta en su mayor parte por pop aunque, da la sensación de que fue elegido con menos cuidado que en otros filmes del director neoyorquino.

Todos estos componentes sirven para darle cierta unidad a la película con sus antecesoras, pero no le dan profundidad. No logran salvarla, ni redimirla de sus falencias. El resultado final es una película que llega de contrabando, como todo remake, a “infiltrarse” en la filmografía de Scorsese, añadiendo una nota plana, sosa y sin profundidad, que difícilmente puede justificar sus dos horas y media de duración.

29.10.06

Punto de quiebre

Lo sé, el título es otro. La película se llama Match Point y yo la he visto hoy mismo, es decir, demasiado tarde. Sin embargo, no quiero ser tan rotundo como Woody Allen y por eso he escogido un título menos absoluto.

Me ha quedado dando vueltas la imagen de la pelotita girando como una peonza sobre la red: el azar es quizá uno de los personajes principales de nuestras vidas, pero también la pelota gira a causa de decisiones descabelladas u obvias, trascendentes o futiles, premeditadas o impulsivas que tomamos todos los días.

Woody Allen tiene como más claro referente a lo largo de su película a Dostoievski -la escena del crimen es especialmente decidora al respecto-, pero a mí me ha recordado más a Kundera, quizá porque se me ha quedado grabada a fuego en la memoria la broma estúpida de su primera novela, o porque encuentro estremecedoramente hermosa su reflexión respecto de los personajes de la "Insoportable levedad del ser". Esos personajes que, según Kundera, son como él mismo, pero que en un momento determinado de sus vidas tomaron una decisión distinta a la que siguió su autor. Quizá el germen de toda literatura esté allí, en el acaso, en el camino que no hemos seguido, en la mentira de Vargas Llosa.

El tema es antiguo va de Kaufman a Allen, en el cine, y de Sartre a Julio César, en la literatura, pasando por H.R. Haggard en el único pasaje que me gustó de su más famosa novela.

¿Por qué entonces lo mencionó yo? Porque como los personajes de Kundera o como el arribista insoportable que protagoniza el film de Woody Allen, estoy en el momento en que la pelota gira sobre la cinta de la red. Me enfrento a una decisión que llega a mi vida como un punto de quiebre. Estoy a punto de marcharme de Chile.

¿Miedo? No. El azar y la montaña de pequeños hechos que van tejiendo nuestra existencia sólo demuestran una cosa: que somos libres. Al hacernos conscientes de que cada decisión que tomamos estrecha el camino a seguir y reduce la complejidad -o la amplía según como se mire- creo que tomamos consciencia también de nuestra singularidad.

Hay un mito en la literatura y en el cine que de tan trillado huele a Hollywood: hablo de la Máquina del Tiempo. Creo que es la máquina de los arrepentidos, de los que quieren volver atrás las páginas de su vida para reescribirla. Pero hoy, al menos, yo no me subiré a esa máquina, porque me parece una negación rotunda de nuestra voluntad y nuestra historia.

Prefiero ver, al igual que Allan Quatermain, como la ceniza de mi cigarro cae al mar, mientras tomo una decisión después de la cual no hay vuelta atrás. En fin, qué puedo decir, de los arrepentidos es el Reino de los Cielos; sin embargo, como buen agnóstico, prefiero quedarme con los pies bien puestos en la tierra.

22.10.06

¡Usa condón, hijo de puta!

Ocurrió a mediados de esta semana, los golpes de un padre monstruoso dejaron a un niño de un mes y veintisiete días de edad con hemorragia cerebral masiva, rotura del brazo izquierdo y el maxilar, además de un montón de marcas en la cara y las orejas. El pequeño, hasta donde sé, agoniza en el Exequiel González, sin evidenciar actividad cerebral.

Creo que todo el país conoce la noticia. Es una más dentro del oscuro, qué digo oscuro, ¡negrísimo! historial de abusos y golpizas contra bebés que sacude a Chile como si fuera un terremoto. Un terremoto silencioso, permanente y vergonzante que cruza todo nuestro espectro socioeconómico, mal que le duela a la clase alta.

La verdad es que cada vez que escucho una de estas historias me voy haciendo más cercano a los que defienden el aborto y, definitivamente, más hincha del uso del condón. La paternidad y la maternidad no son para cualquiera.

Me pregunto cuánto hijo indeseado tiene que sufrir en carne propia la irresponsabilidad de sus padres, que lo tuvieron por no cuidarse, por no tomar las medidas, las simples medidas, para evitar un embarazo.

Me pregunto también cuánto hijo indeseado tiene que sufrir la irresponsabilidad que cometemos como sociedad, al no promover seriamente el uso de anticonceptivos. Al esconderlos, al hablar con eufemismos, al hacer campañas inocentonas que dicen poco y no sirven para nada.

¡Que no me hablen del milagro de la vida! Para un niño de un mes y veintisiete días que agoniza después de una paliza, la vida no puede ser un milagro, ni un regalo, ni nada. La vida no es nada.

Cuando escucho noticias como la de este lactante recuerdo el ataque constante que hace la Iglesia contra el uso de anticonceptivos. Y me da rabia, sarcasmo, risa. Joseph Ratzinger (él también usa pseudónimo) ha llegado a afirmar que: "la propaganda del preservativo es parte esencial de esa desmoralización (de la sociedad), la expresión de una orientación que desprecia a la persona y no cree capaz de nada bueno al ser humano".

¿No se dará cuenta de los miles de niños maltratados, de los miles de contagios de sida, abortos, miserias y muertes, que colleva su visión anquilosada del mundo?

Me espanta esa tendencia nefasta del catolicismo a buscar la mortificación y la ascesis del hombre para llevarlo a un límite de negación de sí mismo, donde todas las pulsiones deben ser rechazadas. ¡Pero si la calentura no se pasa rezando! Tampoco se soluciona el problema de los hijos indeseados exigiéndole a la gente una conducta imposible.

El condón no tiene nada de inmoral, por mí que se vendiera en el metro, en los supermecados, los autobuses, los pubs, los kioskos, los paraderos, las farmacias, las gasolinerias... que se regalara en los colegios, los institutos, las universidades... El condón es un monumento a la responsabilidad diaria y al amor hacia quienes nos rodean, hacia la persona con quien nos acostamos y hacia nosotros mismos.

El condón me parece un objeto elemental. Quizá Neruda debió incluirlo entre sus odas.

18.10.06

Me siento como en el primer día de colegio, cuando uno no tenía ni idea de qué le esperaría al otro lado de las verjas -verdes por lo general- que separaban el mundo materno, infantil, mágico, de ese otro lugar desconocido donde cada uno de nosotros sólo era uno más entre un océano de niños.
Mientras ibamos con las manitas firmemente asidas de una cuerda, unos detrás de otros, mirabamos a los mayores de primero como si ya hubieran conquistado un mundo, como si fueran los dueños de la realidad del colegio. En cambio a nosotros, ¡cuánto nos quedaba aún por caminar!
Así estoy yo, iniciando esta aventura en medio del océano, en medio del genial laberinto de bitácoras. Espero que me echen una mano. Como en el colegio, aquí los amigos también son el única roca a la que aferrarse para seguir avanzando.